LA BATALLA DE BAENA

Por HERMANN TERTSCH
  ABC  14.05.13

A la ministra, la fundadora de NNGG y amiga de Fraga, la recibían agricultores y jornaleros en el campo andaluz con pancartas de «Gracias Loyola»

SE nos suele olvidar, atosigados como vivimos por las miserias cotidianas y las noticias vergonzosas. Y se antoja lejanísimo en la historia todo atisbo de grandeza y gloria en la política. Y tiene, sin embargo, momentos sublimes, de emoción y calidad. Son aquellos en los que personas depositarias de una confianza colectiva se hacen merecedoras de ella. Y son además capaces de convertir el servicio público propio en una empresa colectiva para el bienestar, los derechos y la autoestima para los implicados. Cuando sucede, puede darse una comunión entre liderazgo y comunidad que concentra toda la gratificación del servicio público, de la política mejor, de la más digna y generosa actividad posible. Este pasado sábado se ha recordado uno de estos casos extraordinarios allá donde más se vivió, en la villa cordobesa de Baena. Allí se recordó una batalla por la vida, el bienestar y el futuro de centenares de miles de andaluces que fue la del aceite de oliva. Una batalla ganada bajo un liderazgo que sí produjo esa siempre ansiada catarsis de la que surgió ilusión y esperanza, trabajo en equipo y confianza y al final, el éxito. Y es aquel liderazgo el que se homenajeó en Baena, el de Loyola de Palacio. El liderazgo de una vasca y madrileña volcada en la mejor defensa de Andalucía. De una política española con una arrolladora vocación por el servicio público que sólo pudo frenar la muerte, hace seis años ya. Cerca de esta Baena fue la batalla de Munda en la que Julio César venció a los hijos de Pompeio. De allí volvió a Roma, para caer un año después, asesinado. Nadie duda de que el viaje de más de 2.400 kilómetros de regreso, el último desde Hispania, lo hizo César con tinajas del aceite de oliva de aquella región del Imperio Romano. Más de dos mil años más tarde Loyola eligió Baena, en el centro geográfico de Andalucía, como estado mayor de la batalla a librar, incruenta, pero al igual que la de César de dimensiones y consecuencias europeas.

El centro de mando se estableció, también con mucho sentido, en una vieja almazara, la Nuñez de Prado. Hasta allí llevó Loyola en incansable labor de hospitalidad y seducción a todos los que debían opinar sobre la suerte del aceite de oliva sin saber nada del mismo. En un olivar cercano se comió el comisario Franz Fischler la célebre aceituna cruda. A la almazara trajo a cargos de media Europa y entre Baena y Bruselas viajó sin parar para evitar que unos topes de producción, desde la ignorancia, tuvieran los efectos de una guerra. Porque el aceite de oliva, tenían que entender, era y es mucho más que aceite. Es el oro romano y árabe convertido en cultura, economía, millones de jornales, ecología, demografía, cohesión y supervivencia. Los recortes que planeaban habrían hundido amplias regiones del sur de España en miseria, desesperanza y lenta desertización. Y cuando en plena negociación había conseguido ya 700.000 toneladas, un éxito impensable, y todos urgían a que firmara, ella perseveró hasta alzarlo a 760.000. Nadie lo podía creer. Y a la ministra, la fundadora de NNGG y amiga de Fraga e hija de marqués y mujer de derechas para nada ultracentrista, la recibían agricultores y jornaleros en el campo andaluz con pancartas de «Gracias Loyola». Seis años después de su muerte, en la cooperativa aceitera de Baena se repartían el sábado cientos de brotes de olivo con una tarjeta en la que el árbol sagrado de Baena, de Andalucía y de España, le da gracias a Loyola. Por su vocación de servir. Gratitud por su política mayúscula, fuente de calidad humana compartida.
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